Palestina es también un municipio en el sur del departamento del Huila, que alberga a poco más de 11000 personas entre su centro urbano de desarrollo moderno y su periferia agrícola. El primer asentamiento en la zona se erigió por allá en 1860, cuando Lorenzo “de Cejas” Cuellar comenzó a reunir en su hacienda “El Quebradón” toda la Quina y el Caucho que se talaba en el sur del departamento. Antes de colonizar el territorio, y durante mucho tiempo, habitó en la zona el pueblo Andakí, un pueblo guerrero y nómada que dejó en el territorio algunas pistas de su mística sabiduría. Los Andakí son frecuentemente recordados con un aura especial de resistencia; tenaces al punto del mito son objeto de especulaciones, especialmente porque su cultura y sus historias se fueron olvidando entre generaciones de mestizaje. Fue el primero en diluirse hasta el punto de la extinción.

Víctima del desarrollo fue luego la Quina, un árbol gentil que crecía en el medio de la selva andina y que, gracias a su gentileza, venía ya curando a la población local de fiebres tropicales. Se comenzó a exportar como la cura de la malaria a precios tan elevados como 80 coronas de oro, asegura nuestro guía Miller; más preciosa que la canela y cualquier otra medicina natural. La industria que desarrolló Palestina ordenó también limpiar la selva de un árbol que hasta el sol de hoy no ha podido ser reproducido artificialmente, y cuyos últimos sobrevivientes deben estar tan solitarios que debieron olvidar ya cómo hacer el amor.

El segundo árbol que sufrió de importancia para las causas ajenas fue el Caucho, cuya fama puso la región en la mira de las otras industrias desproporcionadas y que fue perseguido por las inclementes selvas hasta que dejó de ser negocio buscarlo. Se ven más Cauchos que Quinas porque una pareja quedó abrazada mientras se escondía de las hachas, y cuando cesaron los golpes tajantes no hubo de otra que amarse hasta abundar de nuevo; que no abunda aún da cuenta de la fragilidad de la biodiversidad, y la importancia que como turistas, y humanos, debemos proteger. Hay algunos altos ejemplares solitarios en los senderos. Los visitantes los crecen a punta de deseos, pidiéndoles permiso para explorar su selva y uno que otro milagro; por sus formas o por poderosos y ya. Son ahora los guardianes del primer parque natural de Colombia “Cueva de los Guácharos”, declarado como tal en los años sesenta, figúrese usted. La gente de Palestina y sus alrededores vive ahora de la agricultura. Se siembra pitahaya, mora, guanábana, frijoles, café y demás. Abundan además mulas, gatos, trochas, montañas y entre biólogos y turistas que vienen a la zona a observar aves, primates, insectos y cuevas.

Venga a lo que venga le prometo que no abundan los momentos tan cinematográficamente sensacionales como el acto primero de ver empequeñecer el municipio de Palestina mientras majestuosas montañas pintadas de campo y luego de selva toman su lugar. Acto seguido, opacar el ruido del campero sintonizado con el de sus pasajeros con música que algún genio produjo usando cantos de aves; de las mismas que me despertarían el día siguiente. Es entonces cuando las magnitudes comienzan a sobrepasar la imaginación, o las expectativas. Cuando se tiene la selva de frente y uno quiere ya hacer parte de ella, abandonarse y regalarse a cualquier tejido de raíces que lo nutra; que lo amamante. La entrada al parque es la casa de una familia tan sonriente como curiosa, de gente que le suelta una bendición y la mejor de las suertes a cualquier aventurero, no sin antes prometerle empanadas si regresa. Uno parte con esa duda; si es que va a ser difícil volver, o si va a querer quedarse. De allí salió la patota bendecida y empanada; como niños vulnerables y dispuestos.

La selva lo calla casi todo. Calla la ciudad, calla los cacharros, calla las expectativas; y a ratos calla los cacareos. Pero la cabeza no la calla aún. La voz habitual que le impide a uno estar presente sigue firme picoteando cual volatería enfurecida. Mientras uno camina por la selva, está solo. Y al estar solo se intensifica la naturaleza del revoloteo y la de sus aves. Así una alegría reciente va a teñir de amarillo el verde, como cuando el sol sale para acariciar el musgo; se llena entonces de colibríes y oropéndolas de canto dulce con los que uno apenas logra afinar la voz. Una nostalgia aguda se va convertir en bruma húmeda que con un abrazo letal lo cubrirá todo; y hará noche el día para que guácharos salgan de sus cuevas e inunden la oscuridad con sus gritos de lamento que han inspirado innumerables leyendas.

En mi caso es Ira quien me mide el paso, esa diosa joven e impaciente disfrazada de carroña que siembra en las viseras lo necesario para iniciar la destrucción. La que le prende al monte la primera chispa. La que termina en magma y extinción masiva de las palabras dulces y las posibilidades de perdón. Con ella camino, y me provoca gritos cada tanto; gritos que no suelto porque antes abro los ojos y al verme superado por la belleza absoluta de la selva, la otra cara del caos, le pregunto por lo que verdaderamente importa y me bota un suspiro de tranquilidad. Suelto un suspiro yo también. Ahora es el momento, joya primigenia; y le pido que me tome, me regalo, que me desmiembre y me consuma. Que luego sin miembros nos volvamos uno y me lo termine de quitar todo. Sería mucho más a su lado. Sería raíces tejidas hechas topografía vertiginosa, y los fluidos que por ellas transitan y que lo escuchan todo. Diluido en su seno bebería del mismo cuenco que inició la vida. Y una vez inicia la vida, no hay razón que darle a Ira por su tiempo, y en volatería volaría a desordenarle la cabeza a otro. Yo ya sería río, y río abajo me encontraría con “La Lindosa”, esa cascada majestuosa y sus aguas ámbar; me dejaría llevar por su corriente hasta encontrarme en el fondo; tan frío, tan negro, tan madre; y en la madre no habría ira ya.

Es probable que esa noche se vuelva uno puma, o tigrillo, o guácharo; y en la oscuridad transite perdido y sin rumbo hasta que en la infinidad de posibilidades del mundo del sueño escuche un mensaje, por el orden de abandonar la búsqueda y permitirse ser. Lo despierta un canto dulce, esa promesa del camino; y empieza a tener sentido el viaje como terapia para los males citadinos. Ya un nuevo encuentro con el verde profundo se siente más propio; ya casi logra callarlo todo. Ya nos topamos con las huellas de un puma al acecho; ya casi lo vemos de frente. Ya, ya, ya. Todo lo quiere uno ya. Pero ¿de dónde va a venir uno a exigirle a la selva? Ahí es cuando lo tumba a botes por sus laderas, le abre la trama de raíces cuando va a dar el paso, le alisa la piedra que le prometía rugosa y le suelta luego el chapuzón. Paciencia selva, enséñame tu arte. Y como si lo mereciera, de frente le pone la majestuosidad definitiva. Aquí sí que comenzó el mundo; inundado y bajo tierra. En laberintos subterráneos que albergan lo temible; pero albergan como nadie más. De frente, un enorme agujero negro que bien lleva al centro del mundo, a una galaxia lejana o a lo más escondido del ser. Enmarcado en piedra intocable, por frágil y por paciente precisamente. Porque viene esperando miles de años para volverse arte.

Cuevas como fauces de inframundo. Le crecen colmillos de todas las formas y densidades; unos traslúcidos, otros temibles y opacos; unos protuberantes y otros de conicidad impecable. Unos que respiran tranquilamente y otros fósiles ya. Crecen unos buscando el fondo y otros queriendo conocer la luz del día, y se entretejen como las raíces de afuera, con el mismo espíritu aventurero que les impide conformarse con el suelo donde cayó su semilla. Son ciudades invisibles y fantásticas que lo han vivido todo y siguen sin ver nada. Nos adentramos en la oscuridad sin palabras por decir. Miles de años, de seres, de corrientes, de tempestades; la historia de la evolución tatuada en su piel. No faltaron las ganas de sentarse en flor de loto y en la oscuridad absoluta escuchar la tierra respirar. Poder sentir sus movimientos inmensurables y hacer parte de ellos. Balancearse levemente en sincronía y volverse uno por la diminuta brevedad de respiros que no alcanzaría la inmensidad a contemplar. Somos tan pequeños y tan insignificantes que se siente bien; que en medio del frío, la tensión muscular, el desmembramiento espiritual y cualquier otra adversidad se puede uno acomodar.

Seguiría intentando poner en prosa los sentimientos inefables, pero no tiene caso. Me pondría responsable a describir las magnitudes con todo el detalle que merecen; pero tampoco. Le auguro que emprender el paso es la mejor de las decisiones; y cuando esté allá, por favor acuérdese de dejarle sus deseos a los árboles, que el frío y el fondo le espanta la volatería, que si se siente ahogado solo recuerde respirar, que por mucho que lleve encima puede soltarlo todo, que si hace silencio le aterrizará cerca un gallito de roca a cantarle al oído, que permita asombrarse por la abundancia de vida y finalmente, que lo difícil será querer emprender la media vuelta.